El anfitrión espera un gesto
de cálida sumisión
y afecto contenido.
El aliento que huele
a desaliento.
La tortilla da la vuelta
a la sartén.
El tocado de moda
es tu máscara.
El recorrido candente
de una caricia por sorpresa,
no deseada y soportada.
La mirada en otro lado,
la cabeza ladeada para
no verte.
El estrecho abanico
de decisiones coherentes.
Concretas, coherentes,
tan eventuales.
Eventual receta
de best-seller.
La cara, el terso
rostro de luz
apartamentado.
Buscas un sitio
que compartimentar
para no ver los
cristales rotos.
Esparce el polvo
que recogiste
y olvida la
afrenta
que sufrimos
todos
antes o
después.
Civiliza el gesto,
encuentra la
mediocridad
dorada.
Apacienta
la cenagosa
recua
que
despide hedor
y satisfacción.
Escupe
cada vocablo
como un dardo
para herir
de muerte
la insolencia
del acusador.
Rara vez
estimamos pertinentes,
pertinentes y austeras
las vocaciones
de la masa.
Esa masa,
tu masa,
cada vez más
distante
esparcida,
alocada,
volteada
y sacudida
en píxeles
desatados
por la
inflación.
Al dar vuelta
a la visión
de conjunto,
acelera
aparca tus
prejuicios,
para abarcar
por una vez
en tu vida,
la sangrante urgencia,
correosa y húmeda
del decir
y el
desdecirse
en precipitada
sucesión de noticias
que no deben esperar
su confirmación.
Desatada la fiera,
escondidos los
feos reproches,
la acera se extiende
y nos invita,
sin pedírselo,
a caminar,
a sangrar en la
insolación de cadáveres
herméticos
que navegan,
postean,
retuitean
y likean.
Deja de decirte,
deja de amar
las rojas frutas
de la nostalgia.
Anfitriones e
invitados.
Cicerones desbocados
cuesta arriba
en corceles
de poliuretano.
Esta vez,
no habrá perdedores,
el ganado
habrá sentido
la verdad
y corroborado
la piedad que
nos salvará
en última instancia,
por fin.
Desenamórate,
desamórate,
para poder
comprender
la ausencia.
La total ausencia
que nos gobierna.
En la que yacemos,
en la que ya,
desarbolados,
navegantes del horizonte,
yaceremos,
codo a codo,
hueso a hueso,
con la sonrisa
a flor de piel.